Serie: Regreso
Cordón
El cordón separa la vereda de la
calle, el mundo seguro del peatón se enfrenta al “incontrolado”
mundo del carro o el auto. Separa el paso sosegado, del ligero y
apresurado. En el barrio los cordones son de granito gris, algo
texturado y en algunos casos liso y brillante. Sobresale con soltura
formando un escalón. Son ideales para hacer equilibrio, un paso tras
otro, sin tocar el adoquinado -no sé porqué, pero siempre caíamos
de ese lado-. Me veo haciéndolo incluso de adulto, recordando
“aquellos tiempos”; lo haría ahora nuevamente.
En la cuneta, que se forma por la
diferencia de nivel entre el cordón y la calzada casi siempre hay
agua; a veces estancada, otras veces corriendo. Ideal para jugar con
los “barquitos” que en ocasiones era solo un palito que
encontrábamos tirado por ahí, y se podía convertir en
transatlántico, barco, bote, canoa, según jugáramos a los indios,
a los conquistadores, o nos íbamos de viaje muy lejos, hasta dónde
alcanzaba nuestro saber o nuestra imaginación.
El cordón era el mejor asiento. Con
las piernas abiertas y los pies sobre la calle teníamos largas
conversaciones… Momentos de secretos, de “filosofía”, de “y
porqués”, y “yo de dije”; hasta llegar el momento de la pelea;
de ahí, alguno se iba enojado, con el “nunca más” entre los
labios, o en el peor de los casos, con un ojo negro. En este caso
ninguno terminaba con excesiva alegría.
De pronto el cordón se corta en la
entrada de un garaje, y queda bajito, a la altura de la calle. La
superficie, a diferencia del resto, aparece como martelinada. Es
interesante observar los extremos, cuando vuelven a tomar su altura
habitual, a ras de la vereda. Son unos pocos centímetros que
muestran la maestría del “pica cordón” o del “pica pica”,
como habitualmente se llamaban.
JNB.
Dedicado a Amelia Braghetta de Grimalt
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