Serie: Regreso
Baldosas vainilla
Mis pasos resuenan con regularidad
pausada en la vereda de baldosas calcáreas, de vainilla que tienen
cierta textura por el desgaste. Su color amarillento me recuerda las
hojas de los libros viejos. Posiblemente es una de las razones por la
que me resultan entrañables. Se ubican por casi toda la cuadra, y la
mayor parte de ellas están ordenadas del mismo modo: los seis
listones, pequeños y juntos se emplazan uno detrás de otro,
perpendiculares a la calle, y con un leve declive hacia ésta. El
acanalado, justo en tamaño para el escurrimiento. Cuando de niño
tiraba un chorrito de agua me ilusionaba un río. A veces un torrente
desbordado que invadía los límites, aunque pronto el líquido se
dispersaba para correr en un hilo delgado y ligero, que me agitaba.
Siempre me llamó la atención los
bordes biselados de las baldosas vainilla 20 por 20. Los canales
aparecen precisos y perfectos, contrastando con el desequilibrio que
producen cuando están flojas y nos escupen en los días de lluvia, o
cuando la “doña” ha limpiado la vereda tirando incontables
baldes de agua.
A esta altura me es inevitable
recordar el poema
“Veredas de Buenos Aires” de Julio
Cortazar:
De pibes la llamamos vedera
y a ella le gustó que la quisiéramos,
en su lomo sufrido dibujamos tantas
rayuelas.
Después, ya más compadres,
taconeando,
dimos vuelta manzana con la barra
silbando fuerte para que la rubia del
almacén
saliera a la ventana.
A mi me tocó un día irme lejos,
pero no me olvidé de las veredas,
aquí o allá las siento
como la fiel caricia de mi tierra
Al fin y al cabo, las veredas han
alcanzado la categoría de identidad que muchos administradores del
espacio público se empecinan por cambiar. Es imposible que ellos
alteren nuestros recuerdos.
JNB.Dedicado a Rosita Ortiz (de Turdera)